Imagen: Lars Plougmann |
Existe una creencia muy extendida que nos obliga a acudir a los museos de una ciudad cuando la visitamos por primera vez, o al menos a los más célebres o prestigiosos. Así, gente a la que la pintura se la trae floja cree necesario hacer largas colas para ver lugares como el Louvre o el Prado, señalados por las guías turísticas.
El interés por el arte es en general escaso, pero no así el interés por alimentar nuestra vanidad. A todos nos gusta sentirnos especiales, dotados de alguna característica que nos haga sobresalir de la masa; creernos cultos y con clase es una de las principales formas de distinguirnos. Dedicar toda una mañana a contemplar las salas de alguno de los templos oficiales de la cultura de una ciudad es una obligación que todo viajero tiene que respetar, si no quiere ser tildado de vulgar turista de sol y playa. Eso limita el escaso tiempo del que disponemos durante un viaje para realizar otras actividades que realmente nos gusten, como tomar cervezas en una terraza o hacer fotos para colgarlas en Instagram.
Otro motivo para hacer colas y soportar aglomeraciones en los museos radica en nuestra ancestral tendencia a admirar el éxito y la fama. Estar delante de una obra maestra de la pintura es el equivalente a toparnos por la calle con Messi, y ya que un cuadro no puede firmarnos un autógrafo nos conformaremos con comprar una reproducción en la tienda del museo, ya sea en forma de lámina o estampada en una taza. Hay quien necesita a toda costa dejar constancia de su contacto con la alta cultura y roba una imagen furtiva con el móvil, aunque esté prohibido y se arriesgue a ser detenido por los guardias de seguridad.
Aún recuerdo la primera vez que fui a París y corrí al Louvre a admirar la Gioconda de Da Vinci: la sala estaba atestada de turistas sudados y adolescentes gritones, y yo sólo pude acercarme hasta unos diez metros en diagonal del diminuto cuadro; apenas llegué a distinguir el retrato más famoso de la historia pero estuve delante de él, en la misma sala, y eso valió para haber cumplido mi misión, me consideraba una persona mejor y más cultivada. Sólo años después fui consciente de mi estupidez.
Las falsas creencias, como algunas tradiciones, están para romperlas. La próxima vez que vuelva de Londres y le pregunten si ha visitado la Tate Modern, atrévase a reconocer que el arte no le interesa un pimiento y que prefirió gastar su tiempo y su dinero tomando pintas en un pub. No será ni más ni menos culto, pero sí más sincero.